
Por Andrés Bossa
Fuente ilustración: @Daredevil Brewing
Quiero hacerte una pregunta muy simple: ¿has mirado con curiosidad algún objeto el día de hoy? No me refiero a verlo de pasada, sino a observarlo, a ver a fondo su forma, sus proporciones, su textura, la forma en que la luz lo acaricia y la sombra que proyecta. Seguramente la respuesta sería que no. Y es precisamente de eso de lo que quiero hablar, desde una de las prácticas más gratificantes que conozco: el simple acto de dibujar lo que vemos.
No se trata de crear una obra maestra para un museo. Se trata de la experiencia en sí, que se asemeja mucho a la meditación. Cuando te sientas a observar el mundo con un cuaderno en una mano y un lápiz en la otra, la mirada se transforma. Es un acto que haces para ti mismo, una cita contigo mismo donde conectas con el aquí y el ahora a través de tus sentidos. Tu mente se centra en las formas, el trazo, las proporciones, y el ruido mental se calma. Es un ejercicio reflexivo por naturaleza.
Dibujar es también un formidable ejercicio para la mente. El desafío de traducir un mundo tridimensional a una superficie plana de dos dimensiones es un entrenamiento cerebral increíble. Te obliga a entender la esencia de las cosas, su volumen y su lugar en el espacio. Y aquí es donde surge una de las lecciones más valiosas: la honestidad pura. El dibujo no miente. Si no observaste bien, la línea fallará y lo vas a notar tarde o temprano. Esto te enseña a ser honesto con lo que ves y con lo que plasmas en el papel, no con lo que crees que ves. De esta forma, sin pretenderlo, cultiva la paciencia que es tan escasa en nuestro mundo inmediato.
Lo único que necesitas es un lápiz y un trozo de papel; aquí lo importante es el gesto, no la perfección del detalle fotográfico. No voy a negar el placer de un buen lápiz sobre el papel adecuado, definitivamente es algo que puedo recomendar. Pero lo esencial está al alcance de todos. Y al hacerlo, estás siguiendo un impulso humano ancestral. Llevamos miles de años dibujando nuestro entorno; es un impulso casi natural que llevamos dentro.
¿El motivo más importante? Porque el mundo es hermoso, y dibujarlo es una forma de dialogar con esa belleza, de apreciarla en profundidad.
Si tienes hijos, esta práctica se convierte en un regalo invaluable. Es una herramienta fantástica para compartir tiempo de calidad, alejados de las pantallas, observando el mundo con curiosidad compartida.
Y entonces, después de observar con atención, de entender cómo es algo y conocerlo, adquieres confianza y ¡clic!, el proceso deja de ser la copia fiel y se convierte en una conversación. Es entonces cuando puedes permitirte un guiño personal: exagerar una curva, cambiar un color, dejar que las formas jueguen. La verdadera creatividad no es inventar de la nada, sino hacer florecer algo nuevo a partir de un entendimiento genuino.
Así que te invito a que lo intentes. Sin tanto protocolo, cuaderno y lápiz en mano, siéntate frente a una taza de café, una planta o la vista desde una ventana y simplemente empieza a dibujar. No será solo la acción de dibujar ese algo; estarás cultivando la paciencia, afinando la atención, incrementando la capacidad de focalizar y, sobre todo, conectando con el presente. Estarás, en esencia, aprendiendo a ver de nuevo.